Vianco Martínez
Tiene tres meses de
embarazo y más de setecientas penas colgadas del alma, una por cada noche
durmiendo en el suelo de la escuela rural donde fue trasladada por el
Ministerio de Educación hace dos años
Quizás sea una pequeña
falla técnica del sistema o quizás un olvido del tamaño del mundo, pero en la
comunidad Los Auqueyes, de Azua, en una hondonada formada en el punto más bajo
de una cadena de montañas, funciona una escuela multigrado. Y en ella hay una
maestra rural que lleva dos años durmiendo en el suelo.
Es licenciada en
Educación Básica y tiene tres meses de embarazo. La maestra tiene más de
setecientas penas colgadas del alma, una por cada noche durmiendo en un
rinconcito de dos metros de ancho por cuatro de largo habilitado para el
almacén del desayuno escolar. Allí cada día libra una lucha para mantener a
raya los ratones, defenderse de la ferocidad del frío que baja de los montes y
buscarle la vuelta a las inclemencias de la noche.
La maestra duerme en el
suelo porque la escuela donde trabaja fue construida sin dormitorio para alojar
a los maestros rurales que son movilizados por el Ministerio de Educación desde
otros lugares, lejos de sus casas, a impartir docencia. Duerme en el suelo
porque no tiene cama en la escuela y tampoco gana lo suficiente para comprar
una por su cuenta.
Y duerme en el suelo porque sus superiores tienen dos años
prometiéndole resolver su situación, y sus promesas se quedaron enredadas en el
complejo laberinto de la retórica oficial y no ha habido una manera razonable
de sacarlas de allí.
La maestra rural tiene
una desviación en la zona lumbar de la columna vertebral, agudizada en los dos
años que lleva asignada a la escuela de Los Auqueyes, y unas fuertes jaquecas
que la preocupación por las condiciones en que realiza su trabajo ya han vuelto
incontrolables. Pero la lesión más grande de ese tiempo malpasando en la
montaña le queda en el alma: la sensación de desamparo y frustración por todos
los sueños rotos que han rodado, literalmente, por el suelo.
La maestra vive en
Guayabal, un lugar que colecciona tristezas, y su destino se llama soledad. En
su tierra las tardes inventaron nuevos colores para terminar, y fueron los
helechos los que hicieron los caminos.
Tiene un hijo de cinco
años y una madre que la espera cada viernes. Pero a ninguno le ha dicho que
para ganar su sustento y educar a los hijos de la montaña tiene que dormir en
el piso, morirse de frío en un lugar perdido bajo la neblina y pelear su
espacio con las ratas.
No se lo dice porque le
da vergüenza que se enteren y porque le parece poco decente ir a estudiar una
licenciatura a la universidad para terminar durmiendo en el piso por unos
pesitos, al lado de los ratones.
La maestra rural tiene
los ojos claros y en sus pupilas las tardes tienen un lugar. Ella ha convertido
en un arte mayor el simple acto de recostarse en la puerta de su escuela a
mirar pasar los días sobre el paisaje de la cordillera. A veces se pone triste
pero nadie se da cuenta porque la lluvia guarda su tristeza en el corazón de la
montaña, al otro lado de las crecidas.
Los Auqueyes es un paraje semifeudal dormido
en la intimidad de la montaña. Pertenece a Padre Las Casas y está situado en un
punto perdido entre ese municipio y Constanza. Por sus senderos de pino y de
guayabas, el viento recoge el aroma de los montes y lo reparte por el mundo,
mientras sus habitantes, labriegos desde que nacen hasta que mueren, se
inclinan con reverencia ante los surcos y los hacen parir.
Los caminos fueron hechos
por la necesidad; mueren cuando llueve y tiene que salir el sol para que
vuelvan a nacer. Allí, el viento del sur tiene su propia partitura, y la música
que entona tiene el aire de melancolía que recoge en los caminos. Cuando se
vaya a hablar de la geografía de la tristeza, hay que mencionar,
necesariamente, estos lugares y sus consecuencias.
La escuela tiene
ochenta alumnos, que proceden de los parajes Los Auqueyes, El Palero y El
Helechal. La mayoría son niñas. Fue construida en el 2007 bajo un convenio
firmado entre la Secretaría de Estado de Educación y la Fundación Sur Futuro
para reemplazar una escuela de ficción que funcionaba en una rancheta que el
tiempo y la intemperie se encargaron de superar. Sus constructores hicieron una
gran obra pero olvidaron hacer el dormitorio.
La zona montañosa de
Padre Las Casas tiene dieciocho comunidades pertenecientes a las secciones Las
Cañitas y Gajo de Monte, y once escuelas. Y sólo una de ellas fue construida
con dormitorio para profesores.
El Ministerio de Educación
tiene en la zona un pequeño ejército de veinticinco educadores, doce mujeres y
trece hombres. Mientras sus jefes viven como príncipes en las ciudades, ellos
son tirados en la zona a la buena de Dios a pasar trabajo, sin recibir ninguna
condición para realizar su labor con dignidad.
Si las autoridades
quieren prolongar el oficio de mirar para otro lado y seguir jugando a la
indiferencia, mientras la situación de sus maestros se deteriora, está bien.
Pero está claro que la falta de dormitorios en las escuelas rurales, sumado a
la falta de incentivos por distancia, a los bajos salarios, a la situación de
los maestros que trabajan dos tandas y cobran solo por una, y de los directores
de centros que nunca han recibido un peso por esa condición, le está restando
dignidad al oficio de enseñar.
Los maestros rurales
andan loma arriba y loma abajo con sus botas bendecidas por el lodo. Hacen
nidos en el árbol del futuro, y a veces, hasta el río los ayuda cediendo sus
crecidas. En el lugar donde luchan los maestros nace siempre un manantial.
Los maestros rurales
tienen que pagar un alto precio por la falta de condiciones. Un día, cinco
maestras de una escuela –una de ellas embarazada- fueron echadas, de noche y
bajo un torrencial aguacero, del lugar donde les hacían el favor de dejarlas
dormir. Y el espectáculo de aquellas cinco estrellas caídas, bajando la montaña
como una procesión de sombras, desafiando la prepotencia de los ríos, amarradas
a sus mochilas y dando lástima ante la oscuridad de los caminos, puso a llorar
hasta a los pinos.
Ahora mismo si alguien
quiere verle el rostro a la tristeza, que vaya a la sección Gajo de Monte, al
otro lado del Río en Medio, donde cinco maestras -una de ellas con tres meses
de embarazo- tienen que repartirse por las noches en varios puntos de la
comunidad, entre ellos la salita de un rancho y el altar de la pequeña iglesia
del pueblo, para poder dormir los días de clase.
En los parajes de la
cordillera Central la tristeza es gratis pero la alegría hay que pagarla a un
precio muy alto.
En enero de este año
fue a la montaña la ministra de Educación Josefina Pimentel, como una pequeña
reparadora de olvidos, y construyó una escuela en El Roblito. Y ese día la
cordillera Central fue feliz. Pero ha sido tan grande el inventario de
olvidos y tan larga la mano de la
desatención, que su acción, que quedó sembrada en el camino de la historia, fue
casi un susurro en la inmensidad de tanta ausencia.
Ya la maestra rural se
cansó de escribir -cartas, oficios, súplicas, memorandos. Las palabras se
parecen a ella: tienen motivos pero no tienen esperanzas, y a veces, ni
siquiera tienen destinatarios. Ahora, forrada de indiferencias e
incomprensiones, la voz desgastada sin reparo sobre la superficie del tiempo,
la maestra rural eleva cada noche una plegaria al cielo en busca de
soluciones.
Allí está ella, la
maestra rural, esperando. La maestra rural, rodeada de niños descalzos y de
miradas tristes; la maestra rural, ataviada de estrellas luminosas y de
canciones tristes del sur; la maestra rural, sola, muriéndose de frío a la vera
del camino; la maestra rural, pagando con sus cartillas las cuentas pendientes
del futuro y oponiendo su alfabeto al alfabeto del olvido.
La maestra rural lleva
en sus manos el futuro y lo escribe en la pizarra. Pero cuando llega la noche
es la imagen viva del desamparo, la estampa de una mujer sola, tiritando de
frío en el centro de la nada, y esperando que el mundo entero se vaya a dormir
para ir a tirarse en el piso de su escuela. En ese momento, justo en ese momento,
la palabra dignidad pierde toda su importancia.