Ser negro y pobre es un
estigma de peso pesado en la República Dominicana, y claro, en muchas zonas del planeta. Más ahora que el
capitalismo hace aguas en las metrópolis y los “oscuritos” ya no somos tan
necesarios como antes.
José Francisco PeñaGómez nació negro y pobre y para mayor dimensión de su “desgracia”, descendía de inmigrantes haitianos radicados en la
provincia de Valverde.
Peña, como le llamaban
sus correligionarios y simpatizantes dentro y fuera del Partido Revolucionario
Dominicano, no era santo de mi devoción. Lo encontraba muy visceral, poseído de una turbulencia interior capaz de
derrumbar el Pico Duarte de un soplo. Le faltó cierto equilibrio. Le faltó la frialdad
propia de los que quieren llegar el
poder. Movía multitudes no así a los poderes fácticos nacionales a los cuales
les asustaba en demasía las llamas de su pasión.
La rancia oligarquía y la derecha cardenalicia
le tenía miedo aunque de vez en cuando, al final, lo “domesticaban”, como a los
niños transgresores seducidos al final por el payaso de feria de turno. No por
tonto sino porque Peña estaba más allá de esas guerras de baja intensidad.
Peña era un hombre capaz de enervar a las “masas irredentas” con una oratoria sincera y devastadora. “Si me topan, le
prendó candela al país por los cuatro costados”.
Un tambor de guerra que
retumbó a los cuatro vientos para que las “fuerzas vivas” de entonces, encabezadas por el abuelito satánico de Balaguer, la Iglesia y el empresariado lo
dejaran tranquilo y no intentarán volverlo a engañar.
Peña debió muchas veces ignorar las injurias y la humillación a las que le sometió
sectores de su propio pueblo yd la
sociedad racista y excluyente en la cual nacemos y morimos los dominicanos desde 1844.
El dolor debió ser
desgarrador para este hombre de luces, amado y querido por sus amigos de la
Internacional Socialista, su refugio natural ante las embestidas de la caverna fascista
originaria de San Francisco de Macorís.
A pesar de su inmenso
poder de convocatoria, del amor infinito de las masas rendidas ante su
flamígera y negra presencia, no es menos cierto que en
algún momento la vida y milagros de Peña no debió ser nada fácil para un hombre que solo que aspiraba a servir
a la gente.
Yo creo que sus desdichas empezaron en abril de 1965.Nunca le perdonaron incitar a la población a rebelarse contra el Gobierno inconstitucional de Donald ReidCabral, aquel 24 de abril a la una de la tarde por TribunaDemocrática y desde Radio Televisión Dominicana. Ahí empezó todo.
Esa alocución radial cambió para mal o para bien el curso de los
acontecimientos hasta el día de hoy.
Los que siempre han
ganado y se han servido con la cuchara grande, los que dan “Todo por la Patria”
se quedaron boquiabiertos al ver como Peña, como buen flautista de Hamelin, sedujo
a las masas a tomar las calles a fin de exigir el restablecimiento de la Constitución
de 1963 y el regreso de Juan Bosch a la Presidencia de la República.
Todos le hicieron caso.
Cueros, travestis, pájaros, trabajadoras
domésticas (chopas para los fachas), guardias de menta verde, chiriperos de los
mercados, gente, masa, pueblo, bajaron desde la Zona Norte hasta los límites de
la Zona Colonial, escenario luego de la
Guerra Patria de Abril. Todos con palos y piedras a reclamar legalidad La única
vez en la historia contemporánea de este país en que las cuarterías y los
callejones se quedaron vacíos.
Creo que allí se inició
su desgracia. Décadas después, antes de su muerte, Peña los perdonaría a todos.
Siempre me pareció que fue su último
intento de ser aceptado y querido por los que lo odiaron a muerte hasta el
final. Y siempre me pareció también una grandísima lección de honestidad, de dignidad. El perdón
de un hombre hacia sus enemigos. Un ejemplo de valor en extinción, sobre todo,
en estos torcidos días que discurren donde intentamos pescar trozos de
decencia, pudor y honor en el pozo de esta mierda social acumulada y
fétida en la que todos los días nos
sentamos a comer y a beber, sin sonrojarnos.
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